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Friday, July 25, 2008

Enough

I read to you while you sat before your tray, chewing determinedly at the leg of chicken while I carefully, lingeringly, just short of happily narrated the story of Macondo and the Buendía family. Almost always someone would come in before you were done and I would fold the book around my right index finger in the vain hope that they would hold up in the doorway, smile and back out to let you finish, to let us finish, but eventually I would slip the red ribbon in the place held by my finger (forever now between pages 264 and 265) and put Gabo aside.

After the tray was whisked away and the pills dispensed and the shots administered, you would place your long fingers squarely over the arms of the chair and slowly unbend yourself into a standing wobble, reach out to give my shoulder a squeeze before you settled your feather weight on it for the slow, bathrobed shuffle along the busy corridor. Taking a right, down the longer way you would head first, nodding to the jaunty executive who trailed his wheeled drip behind him. As we crossed the nurses’ station you would smile at the young nursing aides, who would regale you with wide, surprised smiles of their own. Past the still noisy visitor waiting rooms, you would avoid the open doors of the elderly and the semi-conscious, turning around at the stairwell where you would often give me a kiss and lace your fingers through mine to head back up the home stretch to the opposite end of the second floor Palliative Care ward.

Your father would usually end your constitutional, hailing you from the doorway of your room: “Què tal un massatge, chato? Com tenim aquests peus?”, rubbing his hands with our almond oil as you settled back into the dingy brown armchair to pull up your pajama legs and lay your swollen ankles in my lap to let El Jefe work out his perplexity and fury on your calves and shins, purportedly to bring the swelling down with his energetic chafing.

Once he and whoever else who remained had straggled their way out, heartily encouraging your speedy recovery, I would curl up next to you for a few minutes, then run my hands softly over your shoulders and arms, your thighs and calves until your brow softened, your eyes began to droop and I could feel you relax. Then I knew I could leave you for the night. I would stand, press my lips to yours, collect my things, check your water, your pillow and edge toward the door. “¿Estás bien?” I would ask every evening with a warrior’s smile and wait for you to smile back and nod. But that night when I asked instead “¿Cómo te encuentras?” you raised your head, boring your eyes into mine with a look that was more defiant than tender, and clearly, emphatically replied: “Enamorado”.

3 comments:

  1. please please quiero entenderlo más

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  2. Enough

    Leía en voz alta mientras permanecías delante de la bandeja, masticando concienzudamente el muslo de pollo mientras que yo, cuidadosa, determinada y a punto de felizmente narraba la historia de Macondo y la familia Buendía. Casi siempre irrumpía alguien antes de que hubieses acabado y yo entornaba el libro alrededor del dedo índice derecho con la vaga esperanza de que quien fuese se detuviera en la puerta, sonriera y se despidiera para permitirte, para permitirnos acabar, aunque al final dejaba caer en lugar de mi dedo la cinta roja (ahora para siempre entre las páginas 264 y 265) y apartaba a Gabo.

    Una vez retirada la bandeja, tomados los medicamentos y repartidos los pinchazos, colocabas tus largos dedos firmemente sobre los brazos del sillón, y lentamente te desdoblabas hasta tambalearte de pie, donde extendías la mano para darme un apretón en el hombro antes de trasladar allí tu peso pluma y encaminarte en el lento arrastre en bata a lo largo del concurrido pasillo. Hacia la derecha, por el recorrido más largo te dirigías primero, saludando con la barbilla al ejecutivo jocoso que paseaba a su suero rodado. Al cruzar el puesto de enfermería, sonreías a las jóvenes auxiliares, quienes te agasajaban con unas amplias sonrisas sorprendidas. Al otro lado de las salas de estar –aún bulliciosas de visitas- evitabas las puertas abiertas de los ancianos y los semiconscientes antes de girar en el rellano de las escaleras, donde solías darme un beso y entrelazar tus dedos con los míos antes de entablar la recta final hasta el lado opuesto de la unidad de cuidados paliativos.

    Tu padre solía acabar con tu paseo llamándote desde el portal de tu habitación: “Què tal un massatge, chato? Com tenim aquests peus?”, frotándose las manos con nuestro aceite de almendras mientras te acomodabas en el gastado sillón marrón y te subías los pantalones del pijama, descansando tus tobillos hinchados en mi regazo para dejar a El Jefe sacarse su perplejidad y su furia sobre tus gemelos y espinillas, supuestamente para bajar el hinchazón con su roce energético.

    Una vez se hubiesen marchado él y los demás rezagados, deseándote campechanamente una pronta recuperación, me tumbaba a tu lado durante unos minutos. Ligeramente recorría con mis manos tus hombros y brazos, tus muslos y gemelos hasta que tu frente se suavizaba, empezaban a bajar tus párpados y notaba cómo te relajabas. Entonces sabía que te podía dejar para que durmieras. Me incorporaba, apretaba mis labios contra los tuyos, recogía mis cosas, comprobaba el estado de tu agua, de tu almohada y me alejaba hacia la puerta. “¿Estás bien?” te preguntaba cada noche con una sonrisa de guerrera y esperaba a que me sonrieras y me inclinaras la cabeza. Pero aquella noche cuando en cambio pregunté “¿Cómo te encuentras?”, elevaste la barbilla, tus ojos penetraban los míos con una mirada más desafiante que tierna y con enfática claridad contestaste: “Enamorado”.

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